Julio Scherer García
En nuestra frontera sur y camino a los Estados Unidos, un aire envenenado traslada la memoria a escenarios propios de los campos de concentración. Testimonios inapelables de los migrantes centroamericanos y aun sudamericanos dan cuenta de la tragedia.
De septiembre del 2008 a febrero del 2009, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos registró ciento noventa y ocho casos que incluyen nueve mil setecientos cincuenta y ocho secuestros. La cifra podría llegar a veinte mil al año. A los migrantes los explotan las bandas de los Zetas, los Maras, los polleros. Cierran el cerco los policías municipales, los estatales, los patrulleros y un avispero de malhechores protegidos por placas y disfrazados con las ropas y los modos del poder.
Las casas de seguridad son tugurios, y la comida, tortillas frijoles y arroz una vez al día, si acaso, es pestilente. Nadie podría decir cuántas mujeres son lanzadas a la sodomía, vendidas a quien pague por ellas.
Mauricio Farah Gebara, quinto visitador general de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, y Alejandro Hernández García, su colaborador, me facilitaron el acceso a los testimonios videograbados que dan cuenta de este inmenso horror:
Dos hermanos hondureños arribaron a la terminal de camiones en Tapachula. El sujeto que los conducía los recomendó con dos, a los que les dijo que había que darles una tarifa especial.
A golpes, junto con veinte personas más, los hermanos fueron trasladados a Arriaga. Ahí los subieron a un vagón de tren, y cuando éste se puso en marcha, tres tipos con apariencia de migrantes sacaron sus armas.
Llegando a San Luis condujeron al grupo a bordo de camionetas, por una brecha hasta un rancho, en el que había cincuenta migrantes más y muchos hombres armados. Éstos les dijeron que sólo mediante el pago de 2 mil 500 dólares saldrían de ahí.
“Me pusieron una pistola en la sien y me obligaron a hablar con mis familiares”, dijo uno de los hermanos. “Después de la llamada, todo se puso muy feo. Nos golpeaban y nos hacían arrodillarnos por horas, nos desnudaban por las noches, dormíamos en el piso. Un día nos dijeron que habían matado al Morado, un compañero que no pagaba. Ya no lo volvimos a ver”.
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Un salvadoreño relata que para abordar el tren carguero había que pagar 300 pesos al maquinista. “El vagón iba lleno, casi no se podía respirar. Íbamos de pie y a veces nos pisábamos, pero nadie peleaba. Cuando el tren se detuvo, fuimos obligados a bajar. Hombres armados y encapuchados vigilaban un descenso ordenado. Preguntaban si teníamos parientes en los Estados Unidos. La mayoría contestó que sí. A ellos los volvieron a subir al vagón. Los demás fueron abandonados en campo abierto.
“Nos llevaron a un galpón. Fui elegido al azar, me recibieron a palos, como advertencia para los demás. Ahí me comunicaron con mis tíos de San Antonio. Al hacer las llamadas me golpeaban para que ellos escucharan. Les pedían 3 mil dólares. En tanto los mandaban yo tenía que limpiar un patio inmundo. Era el lugar para que hiciéramos nuestras necesidades. Me daban una cubeta y una escoba, pero la suciedad no se iba. Nada más la amontonaba en la alcantarilla”.
Levantado en Tierra Blanca con doce migrantes más, un colombiano fue vendado de los ojos, atado, amordazado y arrojado a punta de pistola en una camioneta roja.
“Sentí mucho miedo, pues oía las golpizas que propinaban a mis compañeros que se quejaban. Llegó mi turno. Sangrábamos mientras escuchábamos que nada éramos, jodidos, quién se preocuparía por nosotros.
“En el piso inundado de una casa, jalaron hacia el frente a un niño de doce años. Golpearon su cuerpo frágil con una tabla hasta que el niño perdió el conocimiento.
Así los vamos a madrear a todos. Así que convenzan a sus carnales para que nos depositen los 2 mil 500 verdes en chinga”.
Un grupo formado por una joven, su hermano, su primo y un amigo de los tres, fue levantado junto a las vías de tren de Ixtepec, Oaxaca. Los condujeron a una bodega en un pueblo que no pudieron identificar.
“Hacía mucho calor. Pasamos dos días sin pan o agua. Al tercero nos ofrecieron un caldo. Éramos muchos”. Se llevaban a algunos y luego los cambiaban por otros hasta que se llevaron a la muchacha:
“Llamaron a mi papá. Yo lloraba porque me apretaban los brazos con fuerza y me pisaban para que mi papá se percatara. Le pidieron un depósito bancario de mil 500 dólares y le dieron un número de cuenta.
“Después llegó el Caimán. Me aseguró que sería su mujer. Por la noche me llevó a un cuarto arrastrándome de los cabellos. Me violó mientras me decía: Yo voy a ser tu papi mientras el cabrón de tu padre me manda el dinero”.
Un niño guatemalteco de trece años relató su secuestro y el de su tío. Sucedió en Balancán, Tabasco. Dormían al aire libre en una zona despoblada, cuando aparecieron los delincuentes con sus promesas de traslado ahora, pago después. Los subieron en un camión de redilas, repleto de migrantes. Viajaron cuatro días hasta llegar a un almacén en Monterrey. Desde ahí se hacían las llamadas.
“A mi tío y otras personas los golpeaban con bates de béisbol en las nalgas por pura diversión. Lo harían a diario hasta que recibieran su pago. A mi tío le pegaron un día en la cabeza. Sangró muchísimo y para su curación sólo me dieron unos trapos sucios. Había unas señoras a las que golpeaban también. Todo el tiempo hablaban de escapar. Las dejaban desnudas. A una la golpearon enfrente de todos porque cerraba las piernas y mordía”.
Un hondureño relató, sin dar detalles, que en Coatzacoalcos, Veracruz, fue detenido pro agentes de migración que lo vendieron a los Zetas.
Los Zetas lo llevaron a un cobertizo, desde donde lo comunicaron con su hermano en Illionis. En tanto llegaba el dinero, le ponían una pistola en la sien y jalaban el gatillo. Ignoraba si el arma estaba cargada.
Lo dejaron en libertad, garantizado el pago, tras practicar sexo oral al secuestrador.
Una menor, nacional de Honduras, fue secuestrada en compañía de ciento treinta personas. Esposados, eran golpeados con gruesas cadenas y amenazados con armas de fuego. Su papá vomitaba sangre y se desmayaba después de las golpizas.
El rescate solicitado para este grupo de personas fue de 900 dólares. Como muchos de sus familiares no pudieron cubrirlos, los mantenían en cautiverio durante tres meses. Luego, a los que permanecieran vivos, los dejaban en libertad.
Otro hondureño narró su secuestro junto con ochenta migrantes. Se los llevó un grupo de siete sujetos armados que se hicieron pasar por coyotes. Los condujeron hasta Reynosa en un camión de redilas escoltado por una patrulla. Querían 3 mil 500 dólares de rescate por cada uno. De lo contrario, les extraerían sus órganos para completar el dinero. Sus familiares pagaron, mas no lo soltaron. Tuvo que escaparse después de treinta y tres días de cautiverio en una bodega donde permanecían en condiciones insalubres. Asimismo, presenció la muerte por golpes de varias personas, con una tabla y con armas de fuego. Agregó que en la bodega había hombres, mujeres, niños, ancianos, mujeres embarazadas y enfermos.
Un hondureño más fue secuestrado junto con doscientos migrantes, centroamericanos y brasileños. Estuvo preso cincuenta y dos días, al cabo de los cuales fue puesto en libertad cerca de la Casa del Migrante en Reynosa, Tamaulipas.
Una mujer originaria de Honduras fue trasladada a un granero en donde había cuatrocientas personas secuestradas, en espera de que sus familias enviaran los 3 mil 500 dólares exigidos por el comando armado que los privó de su libertad.
Los ciento treinta migrantes guatemaltecos que fueron levantados por doce personas que usaban máscaras y uniforme militares en Tenosique, Tabasco, no tuvieron suerte. Sus plagiarios exigieron 7 mil dólares por persona. Fueron pocos los que pudieron pagar. Eran amenazados continuamente con una sierra, taladros y cuchillos.
“Allí nos tuvieron encerrados en la casa. Casi un mes. No nos daban comunicación ni con los familiares ni con nadie. Después de un mes nos dicen: Les vamos a dar las llamadas para que ustedes llamen a sus familiares y les digan cuánto les cobramos. A nosotros nos dijeron: “si no pagan 7 mil dólares, se les llama a los familiares para que los escuchen hablar por última vez”.
“Cuando llegamos a Coatzacoalcos, nos dijeron: Bienvenidos al infierno”.
Si tú no le decías a tu familiar que te maltrataban, ahí te rompían la cabeza”.
-¿Qué le hicieron cuando usted estaba hablando por teléfono?
-Me golpeaban, me daban cachetadas. Ahí matan gente, delante de todos matan. Ahí, en esa casa, el otro día mataron como a cinco.
-¿Usted vio que mataron a cinco?
-Sí.
-¿Cómo los mataron?
-Los mataron a puro golpe.
-¿Cuánto vale un rescate? –le pregunté a Mauricio Farah Gebara.
-En promedio, 2 mil 500 dólares. Pero a veces basta con 100 –repuso.
Lo escucho:
“Algunos agentes del Instituto Nacional de Migración, junto con policías municipales, estatales y federales, más el ministerio público, administran el delito y la impunidad.
“Los números de las víctimas crecen, más allá de las denuncias categóricas que hemos formulado públicamente y de las instancias elevadas a las máximas autoridades del país. Nuestra frontera sur está teñida de rojo”.
-¿Qué es administrar el delito? –pregunto al quinto visitador de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
-Inmovilizar la ley. Que el delito corra.
*Tomado del libro Secuestrados, de Julio Scherer García, editado en agosto de 2009 por Grijalbo.
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