Al principio de la usurpación del poder en México, la ultradefensa del fraude de los
Voceros de la República de la Televisión provocaba ira y confusión; después, en la disputa por el petróleo, la fuerza mediática empezó a ser confrontada por la opinión pública que advirtió pronto el engaño del "tesorito" y las "aguas profundas", y ahí se abrió una herida en la credibilidad de
Los Voceros de la que ya no podrán recuperarse nunca jamás. Ante la debacle ética de Joaquín López Dóriga, Carlos Marín, Denise Maerker, Ciro Gómez Leyva, Adela Micha, Javier Alatorre, Héctor Aguilar Camín –y un largo etcétera que pasa por Iñárritu y Del Toro–, solo queda la compasión, entendida como el "movimiento del alma que nos hace sensible al mal que padece otro ser". Ellos decidieron entregar su vida al gobierno usurpador, y solo ellos son los responsables de sus acciones.
A nosotros nos toca señalar las estrategias de comunicación del gobierno que Los Voceros difunden, pero no odiarlos, porque hoy (después de la ira, el recelo y el terror) solo podemos experimentar compasión por los lloriqueos públicos para defender a gobernadores pederastas o represores sexuales (como Mario Marín y Enrique Peña Nieto); solo compasión se experimenta por un periodista que presta su voz para defender en el descenso a Carlos Salinas de Gortari, o Luis Téllez; compasión se siente por un hombre o mujer que, entregados al proyecto de la usurpación, siguen diciendo –desde el límite de la razón–, que Andrés Manuel López Obrador está loco, y que los mexicanos que desean un proyecto alternativo de nación, son soldados con pies frágiles, acarreados o "fácilmente" manipulables. La compasión explota cuando en los juicios de Los Voceros hacia "los otros", está su condición profunda: son estatuas del sal al servicio y merced del poder.