”Las huellas no son
sólo lo que queda cuando algo ha desaparecido, sino que también pueden
ser las marcas de un proyecto, de algo que va a revelarse”.
John Berger.
Tres y cuatro de mayo de 2004.
Veintiséis mujeres violadas, dos jóvenes muertos, cientos de detenidos y
golpeados por orden de Gobernador del Estado de México, Enrique Peña
Nieto, sobrino de Arturo Montiel, ahijado del grupo Atlacomulco y alfil
de Carlos Salinas de Gortari, quien, con los hechos violentos de San
Salvador Atenco, debutó en el oscuro campo del autoritarismo y se ganó
la negra confianza oligárquica para lo designado: sería años después el
Presidente de la República y probó con ello que no le “temblaría el
copete” ante las fuerzas opositoras y ante las manifestaciones de
resistencia.
Con la imagen de juventud y chulería del
mexiquense, el PRI recuperaría el poder que le prestó por doce años al
PAN. La coartada perfecta del antiguo régimen se llamó “la transición
democrática”, que sólo quedó en alternancia pactada, entre el panismo y
el dinosaurio que se replegó dos sexenios para realizarse cirugía
plástica política, y regresar por lo suyo con un galán e historia de
telenovela. Todo con la “pequeña” ayuda de sus amigos y Televisa.
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