Porfirio Muñoz Ledo
5 de abril de 2007
Los excesos verbales y las gesticulaciones amenazantes a que ha dado lugar la iniciativa de ley que se debate en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en torno de la introducción de una excluyente adicional a la despenalización del aborto, colocan en el centro del debate nacional la laicidad del Estado. En efecto, las actitudes insolentes en contra de las instituciones emanadas del sufragio universal provienen del ala conservadora de la jerarquía eclesiástica y de sus esbirros, dentro y fuera del gobierno.
Lo que está en juego es el significado de la modernización, que en rigor histórico se inicia con el asalto al Estado teocrático y la eclosión de las libertades públicas. La evolución de la ciencia y de la sociedad hacían inviable la conducción de los asuntos públicos con base en la supremacía del pensamiento religioso sobre la ley y el orden civil. En ese sentido, la laicidad del Estado es el fundamento mismo del pacto social, del régimen democrático de gobierno y del imperio de los derechos humanos.
Antes de la gran revolución liberal, la legitimidad del Estado se asentaba en un mandato divino y por lo tanto le correspondía velar por el cumplimiento de un orden superior en lo terrenal. Las disputas entre los dos ámbitos de la Ciudad de Dios y con frecuencia su trastocamiento por la concupiscencia, fueron ásperas y sangrientas, pero para su propio beneficio, todas las potestades reconocían la supremacía del dogma.
Así, el proceso civilizatorio de Occidente está marcado por la hazaña del pensamiento crítico y por la ampliación del dominio de lo público, entendido como el escenario generador y protector de las libertades civiles. Nada de lo que la humanidad ha avanzado desde entonces sería explicable al margen de ese fenómeno. De ahí que México presente sus credenciales de ingreso a la modernidad sólo a partir de la victoria constitucional y política de la reforma frente a los conservadores.
La laicidad del Estado y el imperio de sus leyes aseguran a su vez el surgimiento de una nueva cultura, fundada en la tolerancia, el libre albedrío y la aventura del conocimiento. Significa la victoria contra el oscurantismo que es, por definición, la "oposición sistemática a que se difunda la instrucción" tanto como la "defensa de ideas o actitudes irracionales o retrógradas".
Es aleccionador que, ante lagunas evidentes de nuestro texto constitucional en torno de los principios que sustentan el régimen político del país, el legislador haya decidido subsanarlas en la redacción del artículo tercero, de 1945. Ahí se definió por primera vez al Estado mexicano: Federación, estados y municipios y se estableció el concepto y sentido de nuestra democracia, como una obra de progreso social y de cultura.
Por esa razón estipula en su fracción primera que la educación "será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa". Añade en seguida que el criterio que habrá de orientarla "se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios".
Palabras proféticas que deberíamos enarbolar en esta hora. Lo que el legislador intenta una vez más es poner al día las normas, conforme a la evolución de la comunidad y del saber, así como a la exigencia por la ampliación de las prerrogativas ciudadanas. Más allá de los asuntos de salud pública y libertad personal involucrados en el debate, se encuentra la potestad del Estado para determinar el marco conceptual y el alcance de sus decisiones normativas.
Seamos claros: ningún principio jurídico ni precepto de observancia obligatoria ha definido que la vida humana comience con la gestación. Tampoco lo ha estipulado ninguna carta o convención internacional de derechos humanos. Hasta hoy, estos instrumentos, tan justamente prolijos para la defensa de los niños, no abarcan a los que no han nacido. Se trata, si se quiere, de un interregno o limbo doctrinario al que se ha aplicado por inercia o por temor, disfrazados de inferencia lógica, el derecho canónico.
Dice con razón César Cansino que "el Estado no debe, ante asuntos controvertidos, imponer una concepción determinada, por la vía de la penalización" y subraya que en este caso la punición "es una medida inútil, por la ineficiencia de sus resultados". Añadiría que menos aun debiera cubrir sus propias incertidumbres con preceptos doctrinarios y disposiciones represivas provenientes de un orden ajeno a lo estatal.
Nos enfrentamos a un anacronismo propio de un nuevo régimen feudal que nos ha impuesto la derecha contemporánea. En la cúspide, los grandes imperios, armonizados por el Vaticano como celoso guardián del orden neoliberal; en la periferia, los pueblos bárbaros, excluidos del derecho a la igualdad y por ende a la plena ciudadanía; mermados sus estados por los poderes fácticos que los arrollan y cuyo origen y destino son transnacionales.
Quién puede dudar que en México se ha enseñoreado una trama espesa de potestades supraestatales que decide el futuro del país muy por encima de la soberanía popular. Unos se encargan, como siempre, de los estupefacientes morales, otros de la dominación sobre las conciencias, otros más del dominio monopólico sobre la economía y entre todos impiden el crecimiento de la ciudadanía y el arribo a la modernidad.
Cuando la reforma del artículo 130 constitucional de 1992, fuimos enfáticos en la preservación de la supremacía del Estado sobre las iglesias, en su propia esfera de competencia. Por esa razón, aunque con una redacción distinta, se reiteraron las prohibiciones esenciales estipuladas por el Constituyente de 1917. "Los ministros (de los cultos) no podrán asociarse con fines políticos... Tampoco podrán oponerse a las leyes del país o a sus instituciones".
La cuestión no es hoy la supuesta transgresión de normas inmanentes por un Poder Legislativo local. El agravio es la afrentosa violación de preceptos cardinales de la Constitución política por cuenta de instituciones y personalidades eclesiásticas que, al no someterse a su jurisdicción, están contribuyendo deliberadamente a la disolución del Estado.
El desafío sistemático al orden legal debiera ser enfrentado y sancionado por el poder público con todos los medios de su autoridad republicana. Resulta cuando menos sospechoso que en unos casos opte por la militarización, en otros por la sumisión y en situaciones como ésta por la abierta complicidad.
El propósito del señor Serrano Limón, prófugo virtual de la justicia, en el sentido de que la decisión legislativa tendrá un costo político para el jefe de Gobierno de la ciudad y que será "un costo de sangre", pasará sin duda al anecdotario de la infamia política. Pero es deber de todos reaccionar con energía ante la pretensión golpista que esta amenaza exhibe.
bitarep@gmail.com
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